"¡Cochina herencia!" En eso pensaba cuando, sentada en el autobús de la línea 35, volvía a casa después de enterrar a mi padre.
Toda la vida había tenido una fantástica relación con mi hermano menor, pero año a año, la codicia le fue cegando. He llegado a pensar, en que hubiese sido capaz de matar, por hacerse con el piso, el modesto apartamento de la costa, el coche de segunda mano y los pocos ahorros que guardaron celosamente nuestros padres "por si acaso", como decía nuestro progenitor.
"Quereros mucho y llevaros bien siempre, hijica." En el cementerio, mi hermano fue incapaz de derramar una sola lágrima. De hecho, antes del sepelio, su paso por el tanatorio no duró más de diez minutos. Lo justo para darme dos fríos besos y entregarme una nota que rezaba lo siguente: "hermanita, mañana a las diez de la mañana, me paso por tu casa y miramos las cuentas de los papás. Tendremos que echar un vistazo al testamento, para ver cómo están repartidas las pertenencias." Nada más. Ni un hasta luego, ni un atisbo de tristeza en su mirada. Nada. ¡Si hace más de dos años que no me visita! Pero ahora le interesa...
Si mis padres pudieran hoy levantaran la cabeza, y vieran el comportamiento de mi hermano, del síncope, no la levantarían más. A mí personalmente, me duele en el alma, por la falta de mis seres más queridos y por la estupidez de mi hermano, pero en cierto modo por mi trabajo, estoy acostumbrada a ver este tipo de situaciones. ¡Ójala se lo hubiesen llevado todo a la tumba!.
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