Está lloviendo fuera. Miro por la ventana con la esperanza de que pase algo. No puedo parar de asomarme.
La gente corre. No lo entiendo, al fin y al cabo es sólo agua. Está fresquita, pero es sólo agua. Un arcoiris de paraguas desfila por la calle. Los niños corretean y saltan sobre los charcos. Ellos se ríen y las madres, tras ellos, gritan. Se están poniendo perdidos de agua y barro, pero disfrutan como enanos.
El cierzo zarandea las copas de los árboles con fuerza. Las gotas caen con fiereza sobre los cristales de mi hogar. Las hojas desprendidas por la llegada del otoño revolotean y juegan ante mis ojos al corro de la patata. De repente, una temeraria paloma vuela buscando cobijo donde resguardarse.
Son las 18 horas de un domingo en el que los últimos rayos de sol, todavía acarician mi tez mojada por mantenerme asomada a la dichosa ventana. La noche pinta cerrada. Las calles poco a poco se han quedado vacías. Son escasos los paraguas que se dejan ver.
Suena el teléfono e interrumpe mi entretenimiento. Es la Srta. Gladis que me llama de una compañía de telefonía móvil para hacerme una oferta comercial. La rechazo. Me ha despertado de un maravilloso sueño.
Fuera, sigue lloviendo.
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