Muy joven era la primera y última vez que fui a Ruesta con toda la familia paterna. Han pasado muchos años. No solo para nosotros, si no también para un pueblo a día de hoy, a penas sin vida. Salvo por el albergue, que regenta personal del sindicato CGT, los peregrinos, turistas y deportistas, el pueblo no tiene más habitantes que casas derruidas, maleza, fauna peligrosa, las almas de los que se quedaron y los recuerdos de los que se fueron.
Tenía muchas ganas de volver para llevarle a mi padre una alegría: volver a ver su tierra natal. Todo parecido con lo que entonces fue es casualidad, pero sé que le hizo ilusión que le mostrase imágenes del pueblo que le vio nacer y trastear, y a mí, también.














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