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¡Bienvenid@! Has llegado a mi blog, "La barraca del cojo", un lugar donde no vendo ni ofrezco nada, sólo expongo para quien quiera echar un vistazo, pequeños escritos, mis sentimientos y mis vivencias, siempre desde el respeto y el cariño hacia las personas que en este aparecen o a las que me pueda referir.







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domingo, 23 de octubre de 2011

Al buen día... ¡métele en casa!

Sonó el despertador a las siete de la mañana. Me costó una eternidad quitarme de encima la pereza. Cuando ya lo conseguí, me di una larga ducha de agua caliente y me vestí. Cuando me estaba acicalando el cabello, ya olía a café en la cocina.

Brillaba el sol, pero daba sensación de frío. Me encaminé hacia el trabajo. No llevaba ni cinco minutos de paseo, y se me rompió un tacón en una junta de baldosas. Malamente, llegué a la puerta de la empresa, cuando noté un suave y seco golpe sobre mi cabeza. Al pasar la mano, un liquidillo un tanto gelatinoso se extendió sobre el pelo: "¡joder!"Miré hacia arriba con cara incrédula y, ahí estaba la satisfecha paloma.

Me dirigía rápidamente hacia el lavabo de señoras para intentar arreglar el estropicio, con tan mala fortuna, que dando un traspiés resbalé con el agua con lejía -aparentemente sin escurrir-, que la limpiadora había extendido por el suelo. El juramento posterior al culetazo fue irrepetible, por el dolor del golpe y por ver el pantalón de raya diplomática de Hemés desteñido por toda la zona. Me derrumbé.

¡El día había amanecido maravilloso y conforme avanzaba, se volvía terrorífico!
  
No fui capaz de subir a la oficina. Cogí un taxi y marché de regreso a casa, llamando a la oficina para informar de mi retraso. Tan rápido como pude y entre sollozos, me cambié y arreglé el pelo. De vuelta al trabajo, llevé a la tintorería el pantalón, mientras rezaba (nunca había querido creer tanto en los milagros) para que tuviese arreglo.
  
La jornada laboral fue más o menos como los demás: un sinfín de llamadas telefónicas, una lista interminable de correos internos, clientes cabreados... Antes de la hora de salida, me llamó por teléfono, de muy malas formas, el gerente. Temiéndome lo peor, pues el Sr. Zamudio no se codea con el populacho, me dirigí a su despacho y de camino, reparé en la fecha que marcaba el calendario "viernes, 15" y cerré los ojos.

Decidí mal momento para hacerlo, porque me topé con la columna situada al lado de la fotocopiadora. Me hice daño... Después de atusarme la nariz, y observar una gota de sangre en mi pechera, llamé a la puerta del despacho.

El Señor Zamudio me hizo sentar y escuchar su sermón durante, exactamente, treinta y siete minutos: me había despedido por algo en lo que yo no tenía nada que ver.
Irritada y triste, agarré mi bolso para irme a casa, esperando la siguiente desgracia.

En el ascensor, no pude más y me eché a llorar, desconsolada. Sonó el móvil. Mientras lo buscaba, me intenté serenar. "Sí, ¿digame?" Era mi marido. Me citaba en casa para cenar. "Tenemos que hablar". En ese momento, me temía lo peor y las fuerzas flaqueaban.

Al entrar a casa, encontré todas las luces apagadas, salvo unas velas en el salón. Dejé el bolso en la mesita auxiliar del salón, y junto la lámpara, encontré unos billetes de avión. Tal y como había transcurrido el día, me esperaba cualquier desgracia. Los estaba husmeando cuando, dándome un susto de muerte, apareció él, muy sonriente, con unas copas con cava en las manos... ¡no había reparado en que era mi cumpleaños! Me dió un largo beso, me susurró al oído un tierno "felicidades, cariño" y me cedió una copa. Brindamos.

Había reservado cena en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y quería contarme que me llevaba a una paradisíaca playa.
  
Había ido mal la mañana, sin embargo, la alegría, una vez más, ganó la batalla a la amargura.

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